jueves, 16 de julio de 2009

Abelardo y Eloísa (SIglo XXI)

Abelardo y Eloísa habían sido desde siempre una pareja más del pueblo: se habían conocido gracias a amigos en común que los presentaron cuando Eloísa recién terminaba la secundaria y Abelardo empezaba derecho en una de esas universidades donde todos los grandes hombres cursan grandes carreras.
Cuando llegaron a los dos años de noviazgo se comprometieron y se casaron, con una fiesta en la que festejó todo el pueblo; donde cortaron la torta juntos, se sacaron fotos incómodas y bailaron el vals correspondiente. Para esa época, Abelardo había dejado la facultad y había entrado a trabajar en una fábrica y Eloísa consiguió un trabajo como administrativa en una oficina del centro. Con eso y la ayuda de sus familias se compraron la casita (a la vuelta de la casa de los padres de Abelardo), que todavía existe.
Con el tiempo llegaron dos hijos, y por supuesto Eloísa dejó de trabajar para criarlos “como corresponde”. Después de todo, Abelardo había sido ascendido a supervisor en la fábrica y hasta se habían podido comprar un autito.
Los años pasaron tranquilos y sin novedades, los dos niños finalmente crecieron y se fueron a estudiar a la capital, terminaron sus carreras y hasta formaron sus propias familias. Con la llegada de los nietos, Eloísa creyó que renacía, pero sus hijos cada vez los visitaban menos y tuvo que conformarse con comprar dos perros y criarlos como si fueran personas.
Abelardo finalmente se jubiló, después de 35 años de trabajar en la misma fábrica, aspirando humos tóxicos y prácticamente sordo por el ruido de las máquinas. Para cuando cumplió 60 años, le descubrieron un cáncer de pulmón que terminó por matarlo en cuatro meses. Cuatro meses en los que Eloísa vivió para él, acompañándolo en todas las sesiones de quimioterapia y tolerando los maltratos de Abelardo, que con la cercanía de la muerte se había convertido en una persona caprichosa, intolerable y desagradecida.
En su lecho de muerte, Abelardo pidió que sólo Eloísa estuviera cerca de él. A todos los que estaban en el hospital – entre ellos los hijos, los amigos y esos parientes que sólo aparecen cuando hay algo que festejar o lamentar - les pareció lo más lógico y salieron de la habitación palmeándose las espaldas y dándose entre ellos palabras de aliento.
Cuando quedaron solos, el anciano le pidió a su esposa que se acercara, y Eloísa lo hizo, sintiendo la presencia innegable de la muerte en el cuarto. Abelardo, entonces, con su último aliento dijo a su mujer: “Nunca te voy a perdonar que no me hayas dejado soñar.”
Luego de la muerte de Abelardo, Eloísa se encerró en su casa. Echó a todos los parientes y amigos que venían a visitarla por miedo a que “hiciera alguna locura”, liquidó la mayoría de sus bienes y repartió a sus hijos la herencia que les correspondía, regaló a sus perritos y compró una cama gigante, con grandes almohadones y sábanas caras, desconectó el teléfono para que nadie pudiera molestarla y dedicó el resto de sus días a soñar: soñó que era una princesa en un castillo de cristal, soñó que era un samurai en busca de su destino, soñó que era mariposa y volaba de flor en flor… soñó todos los sueños posibles, y después de soñar el último, en el que era una astronauta y llegaba a Marte, feliz y exhausta de tantas aventuras, murió.